El 3 de diciembre fue declarado Día Mundial del No Uso de Plaguicidas,
después de que en 1984 explotara la planta de Union Carbide en Bophal (India),
liberando cianatos que causaron la muerte de tres mil personas en sólo tres
días y 16 mil víctimas al final del “accidente”.
La conmemoración busca llamar la atención y reflexionar
sobre el rumbo de la agricultura de
monocultivos con uso intensivo de agrotóxicos, que muestra una creciente
contaminación y daño ambiental y causa graves desequilibrios en los
ecosistemas.
Cientos de agrotóxicos han sido retirados del mercado
mundial al confirmarse su peligrosidad para el ambiente y el ser humano.
Los países centrales se muestran preocupados por los
perjuicios del masivo uso de agrotóxicos. Sin embargo, la Argentina sigue
utilizando muchos de ellos, que se fabrican sólo para ser vendidos en países
periféricos. Ejemplo de ello son todos los insecticidas organofosforados
(clorpirifós y otros) y el endosulfán, prohibidos en Europa y Estados Unidos.
Los monocultivos con semillas transgénicas son la base del
sistema agroindustrial de la Argentina. El consumo
de agrotóxicos no deja de crecer. Hace 20 años usábamos 30 millones de litros
de venenos; hoy consumimos 340 millones, mientras que la superficie sembrada
sólo aumento un 55 por ciento.
Hace 15 años, se usaban dos o tres litros de glifosato por
hectárea. Como la naturaleza se defiende, surgen insectos y plantas resistentes
que requieren más dosis y productos más tóxicos, y hoy se fumiga con más de
ocho litros y agregan otros herbicidas más tóxicos.
Muchos países, presionados por la opinión pública, controlan
seriamente el uso de estos venenos. Incluso países como Holanda, Dinamarca o
Suecia, tienen programas para disminuir en un 30 por ciento el uso de
agrotóxicos al cabo de tres años.
Nosotros, por el contrario, aumentamos año a año en forma geométrica
la cantidad de venenos que esparcimos en áreas donde viven más de 12 millones
de personas que reclaman por cánceres, malformaciones y otros padecimientos
generados por las fumigaciones.
Se dice que sin estos químicos no podríamos sostener los
volúmenes de producción actuales. Pero esto no coincide con datos científicos
que demuestran que la producción transgénica no rinde más que la tradicional y
que mucho del aumento de la producción se explica por técnicas originarias de
la agricultura orgánica
(Gurian-Sherman 2009).
Se dice también que es necesario producir alimentos a
cualquier costo, porque “el mundo tiene hambre”; sin embargo, la Organización Mundial
de la Salud (OMS) alerta
por mil millones de hambrientos, pero también por 1.500 millones de obesos y la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO)
denuncia que 1.300 millones de alimentos ya elaborados son botados al tacho de
basura cada año, de los que podrían comer 2.600 millones de personas. Parece
que el hambre no es por falta de alimento sino por falta de equidad.
Más allá de estas polémicas, desde el área de la Salud queremos
alertar que la Argentina es uno
de los países con mayor utilización de agrotóxicos; que estos venenos dañan la
salud de los trabajadores rurales, los productores y las poblaciones de
campesinos y originarios vecinos de los campos cultivados y que perjudican la
naturaleza y su biodiversidad.
Nuestra sociedad, fascinada por el enorme beneficio
coyuntural del precio de nuestros granos, debe equilibrar las necesidades
productivas con los derechos a la salud y al ambiente
sano. El Gobierno nacional tiene una actitud negligente y fomenta un sistema de
producción que rinde tres mil millones de dólares por agrotóxicos a empresas
multinacionales, sin valorar los perjuicios a la salud.
Habría que crear un área de ambiente y salud para controlar
uso y efectos de agrotóxicos y desplazar de esa función a un Servicio Nacional
de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) gestionado por el Estado,
entidades rurales y cámaras de agroquímicos.
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